Una visita inesperada
Aquella
tarde de domingo me desplomé sobre el raído sofá del salón de la casa
de Camila, completamente rendida ante la fuerza de la gravedad. Fuera
unas enormes gotas de lluvia que golpeaban con ímpetu la ventana cerrada
hacían que el cristal emitiera extraños sonidos, que juntamente con las
espesas nubes negras que se aproximaban por el norte y el viento frío
que las acompañaba daban un aire relativamente siniestro al ambiente.
Un
trueno me hizo incorporarme. Maldita la hora que se me ocurrió pasar un
fin de semana en pleno campo con mi hermana y sus tres monstruitos. Y
no es que las criaturas me molestaran, de hecho me encantaba estar con
ellos, pero se tenían bien merecido el apodo, y quienes los conocen bien
saben porqué.
Me había pasado horas viendo Alicia en el País de las Maravillas
con mi sobrina, y me había reído de lo lindo con la loca de la Reina de
Corazones, que no dejaba títere con cabeza. Mas aún así, y tras revisar
una y otra vez toda la colección de los Hermanos Grimm que la nena
tenía en la estantería de su habitación, seguía sin pasar nada.
Era
un desastre como escritora de cuentos para niños. Tanto yo como mi
editor lo sabíamos. Y lo peor es que precisamente esos libritos de
colorines eran los que me daban de comer y pagaban mi céntrico
apartamento en Madrid.
Estaba hundida. Acabada. La inspiración se había marchado de mi cerebro con su maleta bajo el brazo y sin decir adiós.
Carmen,
mi mejor amiga, me contaba que esto era por causa del estrés. Yo la
contradecía diciendo que el motivo de que la venta de mis libros hubiera
descendido en picado era que no lograba comprender la mentalidad de los
niños de mi generación.
A
ellos ya no les emocionaban los conejitos que salían en las series de
Beatrix Potter. No se conmovían con los dibujos de Alfred J. Quack o las
pantallas de Mario Bross y su eterno saltar por las tuberías. Su
diversión estaba basada en dibujos cargados de violencia y videojuegos
de luchas, muertes y guerras.
Para
comprobar mi teoría, un día fui a dar una vuelta por las inmediaciones
de un colegio, y cuando los críos salieron chillando de alegría y
agitando sus mochilas como si de hondas se trataran, escuché una
conversación entre dos amigos que me dejó con los pelos de punta:
- “Oye, Paquito – preguntó uno –, ¿te vienes a matar brasileños a mi casa?”
Y yo me estremecí pensando en los planes de esos mocosos, hasta que mi sobrino Ricardo me aclaró que hablaban del famoso Call of duty , un juego para PC.
Diantre. Cómo habían cambiado las cosas desde cuando era pequeña.
En el exterior seguía tronando. Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Tenía que conseguir salir de aquel embrollo.
Aún
no logro explicarme lo que sucedió a continuación; por muchas vueltas
que le doy no le encuentro sentido. Sólo sé que unos instantes antes me
encontraba en una salita que me era más que familiar, y segundos después
me hallé en una estancia totalmente diferente.
Al
percatarme de que el aspecto de la casa de mi hermana había cambiado,
me levanté de un salto y miré a mi alrededor. La vivienda tenía la
apariencia de una casita de muñecas. Fuera había dejado de llover y
lucía el sol con un esplendor casi cegador. Me atreví a asomarme al
umbral de la puerta de entrada, y quedé boquiabierta al contemplar el
panorama.
Un bosque de un
verde intenso se extendía ante mí, y un caminito de tierra con
minúsculas margaritas en su orilla serpenteaba por el suelo llano hasta
perderse en el horizonte. Me pregunté hacia dónde llevaría aquel camino.
No tardé mucho en averiguarlo.
A
lo lejos, andando en mi dirección, vi lo que parecía ser... un gato.
¡Pero caminaba a dos patas! Y llevaba un par de botas negras de su
tamaño sostenidas por su pata delantera izquierda. Y también llevaba
sombrero.
- ¡Ah, Alicia! – se dirigió a mí, dejándome estupefacta –. ¡Te estaba buscando! ¡llegaremos tarde a la reunión!
“¡Cielos! ¡al final sí que me bebí la botella de Whisky de Camila!” pensé.
- No me llamo Alicia – respondí con la mandíbula aún desencajada por la impresión –. ¿De qué reunión hablas? ¿Y quién eres tú?
El animal se mostró ofendido por la última pregunta. Sin pronunciar palabra, me enseñó el calzado que llevaba en la “mano”.
- Venga ya. Espera... - dije con sorna – ¿el gato con botas?
El felino se inclinó y musitó:
- Para servirla.
- ¿Y por qué no las llevas puestas?
El gatito emitió lo que me sonó a un ligero ronroneo.
- Es que me duelen los pies. Camino mejor descalzo. Anda, vámonos, que si no nos damos prisa no nos permitirán entrar.
Seguí
al curioso personaje como hipnotizada. Esa escena me recordaba a
algo... claro, el conejo de las narices que corría de un lado a otro con
un reloj de bolsillo gritando “¡llego tarde, llego tarde!”.
¡Un momento! Si me había metido en el País de las Maravillas... ¿qué hacía el gato con botas en el cuento?
Definitivamente me estaba volviendo loca.
Llegamos
a una cabaña que tenía como tejado la coraza de un champiñón, y me reí
por lo bajo creyendo que David el Gnomo se encontraba por allí cerca. No
le vi, pero lo que observé al atravesar la puerta de madera de roble me
sobresaltó.
Allí, frente a
mí, estaban sentados los personajes de varios cuentos hablando entre
ellos. En un rincón una muchacha de gran belleza roncaba a pierna
suelta. Aposté a que ésa tendría que ser la Bella Durmiente.
Cuando
un hombre adulto de estatura media se levantó y alzó la mano pidiendo
silencio, los demás callaron. Su rostro y aspecto inconfundibles dejaron
clara su identidad. El capitán (pirata para otros) Jack Sparrow.
- Puesto que soy aquí el mayor de todos los reunidos – explicó –. Me encargaré de moderar este debate.
-
Pero si no hay ningún debate, Jack – protestó el Príncipe Valiente –.
Estamos de acuerdo con la decisión del grupo. Hemos de actuar cuanto
antes para que no acaben con nosotros.
Yo les escuchaba alucinada.
- ¿Y qué haremos? - intervino Harry Potter –. ¿Introducirnos en su mundo?
- Tú podrías hacerlo, Harry – opinó el Gato –. Eres mago. ¿Y tú, Alicia? ¿qué dices?
Deseé que me tragara la tierra al ver todos aquellos ojos puestos en mí.
- Yo... - balbuceé – no soy Alicia.
Jack frunció el ceño.
- ¿Y cuál es tu nombre entonces? - inquirió.
- Melinda. Y soy... escritora.
Un murmullo de voces comenzó a sonar por el salón. Jack pidió silencio de nuevo y se acercó a mí.
- ¿De veras eres escritora? ¿Y cómo has venido a parar a nuestro universo?
- No puedo contestar a eso, pues no tengo la menor idea.
- ¡Oh, ha venido a rescatarnos! - vitoreó Caperucita –. ¡Por fin los niños volverán a leer mi historia!
-
¿Qué? ¡no! ¡si he caído aquí por accidente! - me quejé –. Me es
imposible ayudaros. Soy una creadora de cuentos infantiles fracasada que
pronto habrá de abandonar su profesión, pues nadie quiere leer lo que
escribo.
- No digas eso – me
reprendió Harry, descansando una mano en mi hombro –. Observa lo que hay
a tu alrededor. Todos nosotros somos producto de las plumas de personas
como tú. Sin vuestras ideas no seríamos nada. Ahora nuestros queridos
niños andan entretenidos con la televisión, los videojuegos y los
ordenadores, abandonando por completo los libros e interesándose cada
vez menos por ellos. Sin libros no hay historias, sin historias no hay
personajes, y sin personajes no hay fantasía. Nuestro mundo depende de
vosotros. Residimos en vuestra mente, y vuestra imaginación es la que
nos mantiene vivos. Por favor, no dejes que nos olviden. Por favor...
- ¡¡¡¡Mamáaaaaaaaa!!!!
Abrí
los ojos de repente. Creí haber escuchado a Nuria, mi sobrina de tres
años y medio. Me hallaba de nuevo tendida en el sofá raído de Camila, y
comprendí que había tenido un corto sueño de lo más descabellado.
Me
senté y miré al suelo. Junto al sofá descansaban un par de botitas
negras de tela pequeñas. La niña bajó corriendo las escaleras y vino
hacia mí agarrando un peluche.
- ¿Has visto las botitas de mi muñeco? - preguntó.
Cogí el objeto y se lo entregué. Cuando ella le colocó el calzado al peluche, me di cuenta de que era el gato con botas.
- ¿Por qué se las quitaste? - dije con curiosidad.
Nuria se encogió de hombros.
- Me contó que le dolían los pies – murmuró.
Aquello me sorprendió. Recordé haber escuchado esas mismas palabras hacía apenas un rato.
Mi hermana llamó a su hija desde el pasillo. Iban a hacer una visita al dentista.
- Cuando regrese a casa, ¿me contarás un cuento, tía Melinda?
- Claro que sí – respondí de forma automática, tratando de ordenar la inmensa cantidad de ideas que se agolpaban en mi mente.
- ¿Y cómo se llama la historia?
Sonreí.
Hasta ahora, jamás había tenido tan claro un título para ninguno de los
cuentos que había publicado sin tener escrita una sola línea.
- Una visita inesperada.
6 comentarios:
Creo que te leí este maravilloso y magnífico relato una vez en algún concurso, pero hace tiempo, uff, algo de tiempo ya, suficiente para decir ya maravillosos años... pero me he reído y te lo agradezco... ¡es genial, como tú! Bss
¡Qué lindo, Miranda! Un tema preocupante el que expones, pero gracias a tus palabras nos das esperanzas. A los adultos nos queda la nostalgia de aquellas historias que nos hicieron soñar y la esperanza que otros niños disfruten de la misma manera como lo hicimos nosotros.
Un beso.
Es cierto, Jennieh. Y esperemos que los cuentos nunca desaparezcan!
Cari, me alegra haberte hecho reír. Sí que recuerdo tu comentario cuando publiqué este relato en mi antiguo blog hará como... ¿doscientos años? le tengo mucho cariño a esta pequeña historia, así que la he rescatado de mi cajoncito privado.
Muchos besos a las dos.
También recuerdo tu relato!!! eso porque está muy bueno y divertido, y un gran título. Me encantan todos esos viejos cuentos de hadas, los de Oscar Wilde como El Príncipe Feliz y el Ruiseñor y tantos otros. Ojalá todas las mamás del mundo les leyeran estos cuentos a los pequeñuelos :)
Besos encantados!
Jazmín.
Puede ser que yo también haya leído este relato hace ya mucho tiempo?
Igualmente, se disfrutó nuevamente.
Besos
Precioso! Qué orgullo pertenecer a esa generación que creció soñando a través de las buenas historias para niños. Yo aún conservo algunos de aquellos libros maravillosos como un tesoro. Un beso.
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