Fuego en la azotea

lunes, 28 de mayo de 2012




Fuego en la azotea 




Carlinhos entró atropelladamente en su apartamento, se quitó la chaqueta y se tiró sobre los cojines de su sofá de cinco plazas gritando de alegría. Estaba eufórico. Llevaba dos años preparándose para el gran día, y al fin le llegó la noticia de que participaría en el desfile. ¡Y nada más y nada menos que con el Beija-Flor, una de las escuelas de samba más prestigiosas de todo Brasil! 
Era bailarín profesional desde hacía un lustro. A sus veintisiete primaveras, recién había conseguido una plaza como profesor en una academia de danza en un barrio de clase media de Río de Janeiro, y poco a poco se fue haciendo un personaje conocido entre los que dedicaban su tiempo, su energía y su vida al mundo del espectáculo. 
Hundió su joven rostro moreno en uno de los cojines y aulló hasta que se hubo quedado afónico. Marcelo, su compañero de piso, modelo de profesión y primo segundo por parte de madre, salió del cuarto de baño totalmente enjabonado, con una toalla color amarrilo chillón rodeándole la cintura y con la cara desencajada por el susto. 
- ¿Qué pasa? - soltó de golpe, temiéndose lo peor. 
Carlinhos levantó la vista, rojo como una granada madura. 
-  ¡Me han admitido, Marcelo! ¡voy a bailar en el sambódromo! 
Su primo hizo una mueca. Los carnavales brasileños nunca fueron santo de su devoción. Se agarró al marco de la puerta para no resbalarse y pegarse una torta contra el suelo, y masculló irritado: 
- ¿Qué tiene de interesante ponerse a mover el trasero ante millones de personas vestido con plumas de colorines? 
Carlinhos se irguió, rígido como un suricato en el desierto. 
- ¿Y qué tiene de interesante ponerse a hacer morritos delante de una cámara, mientras esperas a que una “Madonna” te saque del anonimato y te lance a la fama? - replicó molesto. 
- ¡Serás perro! - gruñó Marcelo –. Que sepas que voy a ser la portada del próximo cátalogo de ropa juvenil masculina. 
- ¿De la tienda de la esquina? 
Marcelo entró de nuevo en el baño, tomó una pastilla de jabón sin abrir y se la tiró a su compañero entre risas. Carlos era un cretino y un bocazas, pero le caía bien. Vio que su primo sacaba una botella de vodka recién abierta, y frunció el entrecejo. Carlinhos llevaba un tiempo aficionado a las bebidas fuertes, y eso no le estaba gustando nada. 
- ¿Bebiendo a las cuatro de la tarde? 
- Para celebrarlo – explicó su interlocutor. 
- Ten mucho cuidado, primo. No quisiera llegar a casa una noche y encontrarte con un coma etílico. 
Carlinhos rio burlón. Llenó una copa de cristal, y alzándola y brindando por su logro, bebió de un solo trago el líquido transparente, que descendió por su garganta como una bola de fuego dirigida a su estómago. 


Y llegó el tan esperado acontecimiento. Durante las interminables horas de nervios, ensayos y pruebas de trajes, Carlinhos andaba como en una nube, canturreando por casa y silbando una famosa melodía que se oiría en los altavoces durante el desfile. Uno de sus sueños cumplidos. Se había sacrificado mucho, y por fin su esfuerzo comenzaba a recoger sus primeros frutos. 
Se enfundó en su disfraz con plumas teñidas de los colores del arco iris, en un homenaje a las tribus indígenas que habitaban el país antes que el colonialismo europeo les arrebatara sus tierras y su libertad. Esa noche saldría con los demás bailarines a la pasarela y bailaría hasta que no pudiera sentir las piernas.
 Subió a la azotea del edificio con otra botella de vodka. Había quedado con un grupo de bailarinas que también formaban parte de la escuela Beija-Flor para ir todos juntos al sambódromo, y entretanto las aguardaba en su apartamento, se entretuvo bebiendo y contemplando las estrellas del cielo despejado. 
Envuelto en sus ensoñaciones, perdió la noción del tiempo. Ahora sólo estaban él, su espléndido traje, sus delirios de grandeza y su delicioso “veneno ruso”, como lo llamaba Marcelo. 
“Acabarás con una úlcera del tamaño del cráter del Vesubio”, le había dicho su amigo en incontables ocasiones. Y él estallaba en una sonora carcajada. No era un borracho, aunque debía reconocer que se pasaba de vez en cuando. Su vicio le costó su relación con Jessica, una joven azafata de vuelo de la desaparecida Varig, que le abandonó por un piloto novato, atlético y abstemio. 
Pero a Carlos le daba igual. Si no le aceptaba tal y como era, se podían ir a hacer gárgaras ella y todos sus amiguetes mojigatos. 
Se terminó su vodka en una sentada y miró abajo. Los coches se veían pequeños como hormigas. Tenía que parar o no tendría fuerzas para salir. 
Oyó chirriar la puerta de entrada a la terraza y se volvió. Lo veía todo borroso. De pronto le asaltó el pánico al contemplar unas enormes llamaradas naranjas aproximándose a él a un ritmo pausado, y emitió un alarido desesperado. 
- ¡Fuego! - chilló a voz en cuello –. ¡Fuego!¡Por favor, que alguien me ayude! 
Y acto seguido echó a correr en círculos, tratando de escapar de las llamas que se movían a su alrededor. 
La agonía duró escasos segundos. Tras intentar en vano liberarse de las lenguas ardientes que le rozaban la piel, cayó al suelo y una cortina negra cubrió sus ojos desorbitados. 


- Llama a una ambulancia, Mónica – susurró una de las chicas –. Creo que le ha dado un patatús. 
La bailarina pelirroja se asomó, uniéndose al corro de curiosas, y arrugó la nariz. Allí, tumbado boca arriba y sudando como un gorrino, Carlinhos presentaba un aspecto deplorable. ¿A qué venía tanta histeria? 
- Le ha asustado nuestro disfraz – comentó otra muchacha. 
Mónica soltó una risita, y las nueve bailarinas que le acompañaban la observaron extrañadas. 
- ¿Dónde está la gracia? - preguntó Solange, la gordita del grupo. 
- Lo que este sujeto necesita no es una ambulancia, sino un baño de agua helada – se burló. 
Las chicas se miraron. Juntas, con sus vaporosos vestidos anaranjados y sus exhuberantes tocados, parecían antorchas andantes. El incendio del que Carlos intentaba huir no era nada más que un puñado de mujeres disfrazadas ansiosas por pasárselo de miedo moviéndose al ritmo de los tambores en una fiesta televisada. 
- Me temo que va a perderse el desfile. En cuanto se le pase la borrachera pillará un cabreo monumental – aseveró Solange. 
- Anda, bonita, dile al guapetón de su compañero que venga a echar una mano – ordenó Mónica –. Eso le pasa por tonto. La próxima vez, si es que la hay, se lo pensará dos veces antes de intoxicarse con esa porquería. 
Y posando una mano en la manivela de hierro, dijo: 
- Vamos niñas, o llegaremos tarde. 




Entrevista

martes, 15 de mayo de 2012



Hola querid@s,



Os dejo una entrevista que la escritora Raquel Campos, autora de "Tower Bridge, un amor en el tiempo", de la editorial Seleer, me hizo hace unos días. Desde aquí le agradezco su amabilidad y su interés por mi trabajo, y os invito a pasar por su rincón:



Deciros también que Ecos del Destino ya está en FnacAmazon, y Navlan, entre otras plataformas de venta por internet.

Un abrazo,

Miranda.
 
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