La cajita de música
Felipe regresó ayer de su viaje a Francia. Estaba cansado. Su rostro ojeroso y su semblante demacrado mostraban un agotamiento acumulado de varias semanas, y se me encogió el corazón al verle entrar por la puerta del dormitorio, exhausto.
Se tumbó en la cama sin ni siquiera mirarme. Eso me dolió, aunque comprendí su actitud. Cuando te pasas horas en la autopista al volante de un inmenso camión de mercancías y te alimentas de ensaladas, hamburguesas y bocadillos de bar de carretera durante días, lo último que te apetece hacer es ponerte cariñoso.
Lancé un suspiro apenas audible, esperando que me hablara en ese tono que me provocaba un intenso temblor en las piernas. Sin embargo lo que hizo fue darse la vuelta y meterse bajo las sábanas bordadas de algodón que ella le regaló por su cumpleaños.
Solté un bufido, malhumorada, y me miré al espejito que había a mi espalda. No era una preciosidad, tenía que admitirlo, pero mis extremidades estilizadas de bailarina y mi traje rosado con tutú incluido me daban un aire muy romántico.
Deseaba escuchar la dulce melodía que me acompañaba en mis piruetas, y bailar para él. Que me contemplara embelesado y aplaudiera al terminar mi actuación. Mas Felipe dormía plácidamente, y no parecía dispuesto a renunciar a una placentera siesta para observarme mientras danzaba al compás del Moonlight Sonata, de Beethoven.
Cuál fue mi sorpresa cuando, una hora después, se aproximó a mí sigiloso y me sacó de la oscuridad que me rodeaba. Me susurró en voz baja:
- Hola bonita. ¿Cómo has estado estos días?
Yo tan solo le miraba, sin poder responderle. Maldije para mis adentros mi incapacidad para comunicarme a través de las palabras, y recé para que pudiera percibir en mis ojos pintados mi amor incondicional.
- Mañana es nuestro aniversario – ronroneó mimoso –, y le he comprado un anillo de diamantes con lo que conseguí ahorrar el año pasado.
Sí, era cierto. Era su aniversario. Más bien, nuestro aniversario. Felipe y su esposa cumplían cinco años de casados el mismo día que él me adquirió en un anticuario en el casco antiguo de Madrid, hacía también un lustro, para ser la guardiana de las pertenencias de la mujer que me robó su cariño.
Sabía que mi amor no era correspondido. Que no lo sería jamás. El cruel destino que nos trajo a este mundo nos creó diferentes e incompatibles, y tendría que conformarme con lo poco que tenía de él.
Le dio cuerda al joyero que fue mi refugio desde que algún artesano experto me diseñó y me talló para colocarme en su interior, y la música comenzó a sonar. Bailé con elegancia teniendo a mi amado como único espectador, y al acabar la pieza éste colocó el anillo a mis pies con una sonrisa de satisfacción y cerró la tapa sobre mi cabeza, sumiéndome de nuevo en las tinieblas de mi soledad.
Traté de hacer sonreír a mi rostro inanimado sin éxito. Me había confiado su regalo de aniversario, un presente con un gran valor sentimental.
Era un trueque justo, pues yo le había entregado mi tesoro más valioso: mi corazón.